Celebramos el Día de los Abuelos con un articulo especial de Pablo Dávila, creador de Carmen Encantada

Yo no soy padre, ni abuelo. Tengo los afectos felizmente repartidos en un grupo de familiares de distinto rango en el que, además de los consanguíneos, incluyo un buen puñado de amigos, algún exligue, tres ahijadas listísimas y unas plantas llamadas crasas que se esfuerzan por reverdecer mi casa a cambio de muy poco, como muchas madres.

Sin embargo, un día me inventé una familia, otra; parecida a la mía y a la vez distinta en todo. Después de muchos años trabajando para la industria del cine, quise contar yo una historia, porque sí, por probar. Elegí un tema candente que me parecía buena materia prima para la comedia: ¿Y si unos abuelos se hartan de cuidar de sus nietos? Veía a mis amigos con hijos viajar tanto a costa de sus padres, y oía a tanta señora con nietos quejándose precisamente de eso en cafeterías y salas de espera, que identifiqué un puente que cubrir para sacar alguna risa y, acaso, reflexionar sobre las relaciones familiares, la comunicación interpersonal y la prisa absurda en la que a veces vivimos. Sin entrar muy a fondo, simplemente desperdigando por tres estratos de un mismo clan (abuelos, padres, nietos) un conflicto que enganchase por actual y simpático.

Nacieron así Carmen y Rafa, unos abuelos yin y yang, ella amorosa, él más bien antipático (una consecuencia, como otra cualquiera, de estar hasta los mismísimos). Nació también su hija Lourdes, pijoide estresada por querer tenerlo todo. Y nacieron los nietos, Alba y Leo, dos niños tipo, con su agenda acuciante de actividades extraescolares, su adicción a las tabletas, sus cumpleaños superproducción. Puse a abuelos y nietos a vivir en un tipo raro de simbiosis, los unos cuidando de los otros, cada cual a su manera, con no poca queja pero razonablemente felices, resignados a que el estamento intermedio -la madre de los niños- marcase el ritmo de sus vidas. Hasta que puse a gritar a Rafa, me cargué el equilibrio y empezó la magia.

Acaba de cumplirse un año desde que Ellos encantados (¿Qué sería de tus hijos sin tus padres?) llegara a las librerías. En ese momento yo estaba tremendamente orgulloso de mi sainete resultón, esculpido a golpe de diálogos robados e historias de muchas, muchas, muchas personas que me han regalado sus anécdotas. Pero nunca imaginé lo que vendría después.

En este año, a mi novela y a mí nos han llamado de todo: un verdadero tratado de sociología; una lectura adictiva; un libro que se ve y se oye; me has hecho reír como hacía mucho que no lo hacía; me has hecho llorar, capullo; gracias por hacer comedia con verdades como puños.

Hubo un comentario que me gustó especialmente: “Más que una radiografía, es una endoscopia de las relaciones personales aquí y ahora” (sin duda lo hizo alguien con tendencia a la indigestión emocional).

Me he pasado un año dando las gracias. A quien me ayudó a construir la historia, al editor que le vió el potencial sin un mínimo resquicio de duda (¡¡¡gracias otra vez, Píter!!!), a tanto pariente entusiasta comprando y recomendando. A Casa del Libro por calificarla “la novela más divertida del verano”. Y a tres socios inesperados que aparecieron por el camino:

Por un lado, la red de bibliotecas de la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid, que esconde una pasmosa colección de edificios punteros, gestionada por un regimiento de trabajadores, en su mayoría trabajadoras, cuyo entusiasmo por el trabajo bien hecho y el fomento de la lectura es sencillamente emocionante. Sorpresa: la gente lee mucho, ¡¡¡un huevo!!! Lo he pasado en grande en los clubes de lectura de esas bibliotecas, recibiendo de muchas cabezas lectoras el reflejo real de la familia desabuelizada que yo me he inventado, y que al parecer es muy común: “Lourdes es igual que mi hija, Carmen es igual que mi hermana, ¡¡¡Rafa es mi padre!!!”.

Otro gran aliado ha sido un ente múltiple formado por periodistas, sociólogos y especialistas de la intervención social que trabajan para mejorar la vida de las personas mayores -presentes y futuras- y que me han ofrecido su ayuda en la promoción. Confieso que al principio me invadió un pudor infantil, “no quiero asociarme a eso, mi libro no va de viejos”.

De hecho, para mí la verdadera protagonista de la novela es la madre treintañera de los niños, Lourdes. Pero en este tiempo he aprendido términos como intergeneracionalidad, edadismo, cuidatoriado, palabras que realmente hacen tomar conciencia del peso de esa generación española que, después de criarse en la posguerra, después de sacar adelante la democracia, de cuidar en casa a sus padres, cimentar la conciliación y hasta echarse a la calle para defender nuestras pensiones, les toca hacer de niñeras sin que nadie se cerciore fehacientemente de si les apetece.

La tercera socia es la más sorprendente: Carmen, la abuela que yo dibujé. Durante todo este año ha estado chupando cámara en redes sociales, se ha hecho una sesión de fotos conmigo, ha conseguido aprender a manejar Facebook y se ha hecho columnista en una web de padres. Está como una cabra, pero la gente la quiere.

En este año me han preguntado muchas veces cuánto he tardado en escribir Ellos encantados. Se tarda en escribir una novela. Se tarda. Yo llevaba la escritura de ficción guardada en unos pliegues del cerebro que costó bastante esfuerzo desempolvar, mis pobres neuronas locas teniendo que cambiar de tercio tras quince años haciendo carteles de películas y textos comerciales. Pero en este primer año solo puedo decir que ha merecido muchísimo la pena.

Lo siento por Carmen y Rafa, y sobre todo por sus nietos, pero deseo fervientemente que permanezcan para siempre separados. Porque en este año he comprobado cuánto une esa ruptura, cuántas conversaciones suscita, cuántas risas, cuántas lágrimas constructivas.

Porque querría seguir abriendo en quien lo necesite -aunque sea solo un poquito- la válvula del no, del cambio, de la conversación sincera y el rechazo a la desidia entre personas que conviven. Yo, encantado. A ver qué trae el curso que viene.

Pablo Dávila Castañeda

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