Me apetecía verdaderamente hacer una novela positiva, que se centrase en el lado más amable del ser humano. Porque existen personas buenas, muy buenas, personas con una sensibilidad especial y yo quería ponerme en la piel de una de ellas.
Begoña, profesora de literatura y compañera de trabajo, siempre me animaba a escribir desde las entrañas y en esta novela he tenido claro, por primera vez, que quería que fuese así.
Mi mujer es una excelente repostera y una noche, tras acabar de cenar, mientras quitaba la mesa, el relámpago de una idea cruzó mi cabeza y esa idea no era ni más ni menos que “El viejo cocinero”, la entrañable historia de una hermosa amistad entre dos seres -opuestos en casi todo- entre una adolescente de 14 años, con una sensibilidad y una cultura muy especiales, y un anciano de 82 años, cocinero de profesión, triste y abatido tras la reciente muerte de su esposa.
Esta historia fue tomando cuerpo noche tras noche, cuando antes de ir a dormir, contaba a mis hijos un cachito de ella que, en ese momento, iba surgiendo en mi cabeza (aunque las líneas generales ya las tenía grabadas a fuego en mi interior). Resultó un cuento de buenas noches que se extendió algo más de un mes y medio y Cécile y Marcel pasaron a formar parte de nuestra familia.
Luego llegó el tiempo de pulir las ideas, de documentarse y de ponerse a escribir… pero ese momento no acababa de llegar: el pánico del artista ante el papel en blanco. Hasta que un buen día, en una gigantesca y perfectamente abastecida papelería, Fernando, mi hijo mayor (10 años), me obligó a comprar un precioso cuaderno -con una cubierta en cartoné de una belleza extraordinaria- donde poco después empezaría a escribir la historia de Marcel y de Cécile: “Papá, cómprala y empieza ya de una vez a escribir tu novela”. Y yo, como padre obediente que soy, le hice caso.