Esto es de locos

 

Como la de todo hijo de vecino, la vida del escritor se rige por unos referentes. Kubrik lo es para mí en razón a su capacidad para abordar diversos géneros. Esto explica, por ejemplo, que el último proyecto que estoy a punto de finalizar sea una monografía sobre urbanismo. Claro que entre el cineasta neoyorkino y yo existen manifiestas diferencias: como el caballo de Atila, la hierba dejaba de crecer por donde pasaba Kubrik, cuya talla como creador ponía el listón tan alto en cada una de sus películas que pocos se atrevían a seguirle, al menos durante un tiempo.

Si nos ceñimos al ámbito estrictamente literario, la trayectoria del mejor Eduardo Mendoza me atrae de manera especial por su facultad para crear obras tan serias como La ciudad de los prodigios junto a astracanadas tan desopilantes como Sin noticias de Gurb.

Todo ello viene al caso porque existe un antecedente de ¡ESTO ES DE LOCOS! en mi producción en lo que concierne al género humorístico (al margen de algún que otro relato merecedor o no de algún premio). Me refiero a mi primera novela, Quince (Berenice, 2006), donde se pueden seguir los pasos de Noelia, una adolescente superdotada y piradísima, el año en que cursa 4º de ESO.

Pero el libro actual responde a otros motivos bien distintos. Sentía un fuerte deseo de abordar la literatura fantástica, aunque evitando al mismo tiempo cualquier aproximación a las realizaciones que se prodigan tanto últimamente y que, por ello, resultan manidas (supongo que sabréis a lo que me refiero).

Al final, y obligado por unas circunstancias que omitiré en este instante, encontré la fuente de inspiración bien cerca: en mis propios alumnos. De pronto comprendí que la fantasía infantil poseía una tradición riquísima que además ya había transitado, sobre todo Perrault, Andersen y los Grimm, y gracias a los trabajos de Bettleheim, Rodari y, en menor medida, de Propp.

Sin embargo sentía un profundo respeto ante dicha tradición. No olvidemos que la tarea de los mencionados escritores del XVII-XIX fue en mayor medida la de fijar relatos míticos cuyos orígenes parecen remontarse, en ciertos casos, al neolítico, y que han ido perfeccionándose durante siglos según las inquietudes del público al que iban dirigidos.

Finalmente decidí eludir cualquier intención de reelaborar cualquiera de aquellos mitos (sin embargo lo hice en mi novela Allí donde el silencio, también publicada por Ediciones Tagus), y emplear solo los procedimientos que, suponía, habían seguido los autores originales de los primeros cuentos: abrir mi mente a las pulsiones del inconsciente para dejar brotar aquellas fantasías que en un acto de empatía pudiesen ser compartidas por el público infantil.

A partir de ahí todo vino rodado. La idea se me impuso, lo cual es sin duda la mejor manera de acometer un trabajo para un creador. No me costó en absoluto coger tono; acabábamos de comprar nuestra nueva casa, la estaban construyendo y aquella actividad febril –algo parecido a una fase maníaca– contagió la labor de la escritura. El entusiasmo trajo consigo imágenes increíblemente disparatadas protagonizadas por personajes inverosímiles. Sopesarlas, elaborar su contexto argumental y plasmarlas por escrito resultó –o al menos así me lo parece ahora– de una facilidad pasmosa. En tres meses había concluido el libro, a razón de un cuento casi por semana: todo un récord para un autor entre cuyos mayores defectos figura la lentitud.

Por supuesto los cuentos pasaron por el banco de pruebas, ya fuesen lecturas públicas o privadas, y hubo que someterlos a ciertos retoques, no demasiados, incluido algún que otro gazapo garrafal como el de un personaje que cambia de nombre a mitad del cuento. El escritor estaba rodeado de chiflados y no era extraño que se le fuese la olla.

En fin, aquí está el resultado, con esa pandilla de protagonistas estrafalarios: una sombra de vampira, una vaca y un novillo que ligan por internet, una alcachofa inconformista, la princesa de un planeta en forma de donut, un detective enamorado de una hembra de canguro, un río gamberro, un tubo de dentífrico, el niño que desbarata las letras de cuanto lee o el que se desespera cuando su madre se para a charlar con una vecina. Y por si no fuera bastante, el caballero de la mano en el pecho de El Greco decide dejar de posar al cabo de 435 años. Como decía Pedro, el sentencioso padre de mi querida amiga Rafi, ca’ uno es ca’ uno.

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