No es ningún secreto que, desde hace años, emborrono un cuaderno de notas tras otro con apuntes que, con el tiempo, termino rescatando para mis novelas

Los momentos más fecundos son siempre los viajes. Esos instantes en los que mi mente se enfrenta a lo desconocido, lejos de mi «zona de confort», y necesita garabatearlo todo.

     Es entonces cuando frases que en otro tiempo pasan desapercibidas cobran todo su sentido. Hace un año en Roma volvió a ocurrirme. Allí tropecé con una sentencia de Marco Aurelio, el emperador filósofo, al que se le atribuye una advertencia de la que tomé buena nota: «Todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no la verdad».

Aquella frase me abordó en un momento intenso de viajes por el Mediterráneo. La apunté pero no le di más importancia. Acababa de regresar de la isla de Creta, donde había matado el tiempo buscando la cueva en la que nació Zeus, y me enfrentaba al folio en blanco sin saber muy bien cómo mancharlo. Hice varios intentos, pero al final abandoné la idea de escribir una novela sobre el mundo clásico. Enterré las notas romanas y griegas, y me dediqué a otros quehaceres.

     Entonces ocurrió lo de la COVID-19. Y la idea de examinar la pandemia y sus efectos sobre nuestra civilización con una perspectiva diferente, ajena a la «verdad» de lo políticamente correcto, brotó con fuerza. ¿Y si, como dijo el romano, todo lo que estábamos recibiendo no fueran mas que opiniones? Incluso la ciencia, cuando se enfrenta a un problema como un nuevo coronavirus, recurre a ideas y conceptos dados por ciertos mucho antes, tratando de paliar su incertidumbre. No me costó mucho descubrir teorías científicas arrinconadas sencillamente porque no encajaban en el discurso del momento. Tropecé, por ejemplo, con un aviso de un prestigioso astrobiólogo británico, el doctor Chandra Wickramasinghe, que alertó a las autoridades sanitarias en noviembre de 2019 sobre una posible pandemia causada por un meteorito caído semanas antes cerca de Wuhan. Según él, esas rocas cósmicas son portadoras de patógenos. Nadie le hizo caso, claro. Ni siquiera cuando el 31 de diciembre China admitió que se enfrentaba a una invasión vírica peligrosísima.

     Husmeando después en la biografía del doctor Wickramasinghe recordé que había sido el ayudante más cercano de sir Fred Hoyle, una de las leyendas de la astronomía británica. Ambos escribieron artículos y libros en los setenta y ochenta que apostaban por la idea de que la vida llegó a la Tierra hace 3500 millones de años a bordo de meteoritos. Y que con esas bases biológicas llegaron también los virus. Entonces tampoco les creyó el establishment científico, aunque las pruebas en favor de su hipótesis no han hecho mas que amontonarse en estas décadas.

     ¿Y si convertía esas ideas perseguidas en la base de un relato?

La sorpresa llegó en cuanto empecé a trabajar en ello. De pronto me di cuenta de que la hipótesis de Hoyle y de Wickramasinghe estaba ya formulada en los mitos griegos. El de Pandora era uno de ellos. Según este, las enfermedades llegaron de los cielos a la Tierra camufladas en un cofre… Una metáfora preciosa que podría esconder un meteorito. A fin de cuentas, del cielo no llueven «cajas de Pandora», pero sí más de 100.000 kilos diarios de polvo estelar del que podría salir casi cualquier cosa.

     Sí. El cambio de perspectiva me regaló una nueva verdad. La verdad literaria de la que bebe El mensaje de Pandora y que a buen seguro sorprenderá a quien la lea.

Solo espero que nadie la convierta en dogma

Javier Sierra
Premio Planeta de novela 2017

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